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jueves, 13 de noviembre de 2014

Era una y no quería ser






Hace ya mucho tiempo que había perdido la cuenta de los meses que llevaba caminando, de los rostros que había visto, de las tierras que había pisado arrastrando sus pies. Su aspecto era desaliñado y sucio, ya no recordaba su apariencia porque hacía mucho tiempo que había dejado de verse al espejo. Un hoyo profundo se la había engullido y ahora, lo único que podía hacer era caminar y caminar hasta que sus pies sangraran, hasta sentir tanto dolor que no le permitiese pensar, recordar. Era una, pero había sido tres. Era una y no quería ser.

Comenzó a caminar ese mismo día, después de la llamada. Dejó caer el auricular de la mano. De repente el cuerpo le pesaba toneladas, pero no podía caer aplastada sobre el suelo porque otra fuerza la empujaba hacia adelante, sentía el impulso de correr, pero el peso de su cuerpo se lo impedía y lo único que pudo hacer fue arrastrar sus pies. Cruzó la puerta de la entrada, bajó los seis escalones, atravesó el jardín, siguió la carretera hacia el norte, y caminó, caminó hasta que cayó inconsciente en el arcén. Se despertó en una cama con sábanas blancas, una habitación con aparatos que emitían pitidos. No lograba recordar por qué estaba allí, pero sentía la necesidad de seguir escapando, una fuerza invisible la empujaba siempre adelante. Se arrancó las agujas de los brazos, atravesó la puerta de la habitación, llegó a las escaleras, bajó dos pisos y salió del edificio. Se dirigió hacia el este. En su mente las imágenes la atravesaban como relámpagos. Después recordó la llamada. Corrió, corrió venciendo el peso de su cuerpo, corrió con los brazos estirados tratando de alcanzar algo y la vista hacia el cielo. La boca abierta desgarrando un grito mudo. Llegó al mar y el agua salada lamió las heridas de sus pies. El escozor la hizo estremecerse. En ese momento sintió la extenuación. Se vio tentada a caer de bruces en el mar. Sería tan fácil, no tendría que moverse, sólo dejar que el agua salada inundara sus pulmones...nada más, y su dolor se apagaría con sus recuerdos. Pero la fuerza la empujaba hacia delante, así que caminó hasta que ya no pudo caminar, y nadó, nadó y siguió nadando hasta que una roca que sobresalía se cruzó en su camino. No tenía fuerzas para bordearla, así que se agarró a sus paredes. Las olas batían contra su espalda y dejaban su espuma en sus cabellos. Una la sacudió tan fuerte que su cabeza golpeó contra la roca, abriéndosele una profunda brecha en la frente. El calor de la sangre escurriéndose por el rostro contrastaba con el frío del mar que le trepaba por los hombros. Cuando pudo subir la roca, se dejó caer sobre ella. Los moluscos le arañaban la piel y eso la hacía sentir un poco mejor. Necesitaba sentir dolor físico y gritar. Sobre todo necesitaba liberarse del nudo que le constreñía la garganta y sólo le dejaba un hilo de aire que respirar. Se incorporó, alzó su rostro hacia el cielo. Las olas sacudían cada vez con más fuerza la roca, y llegaban a salpicar su rostro. Gritó, primero fue un grito ronco, después agudo, desgarrador, interminable y el agua salada, la saliva y la sangre de su rostro se mezclaron en su boca.




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