Hace ya mucho
tiempo que había perdido la cuenta de los meses que llevaba
caminando, de los rostros que había visto, de las tierras que había
pisado arrastrando sus pies. Su aspecto era desaliñado y sucio, ya
no recordaba su apariencia porque hacía mucho tiempo que había
dejado de verse al espejo. Un hoyo profundo se la había engullido y
ahora, lo único que podía hacer era caminar y caminar hasta que sus
pies sangraran, hasta sentir tanto dolor que no le permitiese pensar,
recordar. Era una, pero había sido tres. Era una y no quería ser.
Comenzó a caminar
ese mismo día, después de la llamada. Dejó caer el auricular de la
mano. De repente el cuerpo le pesaba toneladas, pero no podía caer
aplastada sobre el suelo porque otra fuerza la empujaba hacia
adelante, sentía el impulso de correr, pero el peso de su cuerpo se
lo impedía y lo único que pudo hacer fue arrastrar sus pies. Cruzó
la puerta de la entrada, bajó los seis escalones, atravesó el
jardín, siguió la carretera hacia el norte, y caminó, caminó
hasta que cayó inconsciente en el arcén. Se despertó en una cama
con sábanas blancas, una habitación con aparatos que emitían
pitidos. No lograba recordar por qué estaba allí, pero sentía la
necesidad de seguir escapando, una fuerza invisible la empujaba
siempre adelante. Se arrancó las agujas de los brazos, atravesó la
puerta de la habitación, llegó a las escaleras, bajó dos pisos y
salió del edificio. Se dirigió hacia el este. En su mente las
imágenes la atravesaban como relámpagos. Después recordó la
llamada. Corrió, corrió venciendo el peso de su cuerpo, corrió con
los brazos estirados tratando de alcanzar algo y la vista hacia el
cielo. La boca abierta desgarrando un grito mudo. Llegó al mar y el
agua salada lamió las heridas de sus pies. El escozor la hizo
estremecerse. En ese momento sintió la extenuación. Se vio tentada
a caer de bruces en el mar. Sería tan fácil, no tendría que
moverse, sólo dejar que el agua salada inundara sus pulmones...nada
más, y su dolor se apagaría con sus recuerdos. Pero la fuerza la
empujaba hacia delante, así que caminó hasta que ya no pudo
caminar, y nadó, nadó y siguió nadando hasta que una roca que
sobresalía se cruzó en su camino. No tenía fuerzas para bordearla,
así que se agarró a sus paredes. Las olas batían contra su espalda
y dejaban su espuma en sus cabellos. Una la sacudió tan fuerte que
su cabeza golpeó contra la roca, abriéndosele una profunda brecha
en la frente. El calor de la sangre escurriéndose por el rostro
contrastaba con el frío del mar que le trepaba por los hombros.
Cuando pudo subir la roca, se dejó caer sobre ella. Los moluscos le
arañaban la piel y eso la hacía sentir un poco mejor. Necesitaba
sentir dolor físico y gritar. Sobre todo necesitaba liberarse del
nudo que le constreñía la garganta y sólo le dejaba un hilo de
aire que respirar. Se incorporó, alzó su rostro hacia el cielo. Las
olas sacudían cada vez con más fuerza la roca, y llegaban a
salpicar su rostro. Gritó, primero fue un grito ronco, después
agudo, desgarrador, interminable y el agua salada, la saliva y la
sangre de su rostro se mezclaron en su boca.
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